En Google Maps siempre es de día

Street_View

Antes de cumplir los diez, su juego favorito ya era descomponer las imágenes en código binario. Un millar de millares, un millar de millones de ceros y unos, alineándose en perfecto orden en su cabeza, dotando de color y significado a lo que captaban sus ojos en ese momento.

Habían pasado veinte años desde que se inventara el juego, casi tantos como los que llevaba sin practicarlo. Ahora, sin quererlo, sentado en el asiento 27D del Airbus que le devolvía a Madrid, la imagen de la pista, de los carritos con maletas, de los soldados que vigilaban los aterrizajes y los despegues, toda esa postal se descomponía en un código matemático que sólo él conocía y podía interpretar. Para Javier, programador en cualquier lenguaje conocido, el primer español en entrar en el MIT con menos de 18 años, ésta era la manera que tenía de manifestar su tristeza.

Apenas habían transcurrido quince horas desde que su padre hubiera muerto. Todo se apagó exactamente a las 2:18 h del seis de Enero. Una broma macabra para alguien que pensaba que el día de Reyes seguía siendo un día mágico, a expensas de la madurez, de las hipotecas, de sus más de treinta años.

Hundía la vista entre las nubes, mientras acariciaba los recuerdos que tenía con su padre: los regalos que le hacía de niño (siempre juguetes para hacer deporte, en un tímido intento de corregir su inevitable vocación por la ciencia),  los paseos por el monte, las tardes aprendiendo a montar en bici, o cuando le dijo la frase más vacía de contenido de toda su vida: “Tienes que ser fuerte, Javi. Mamá no va a estar más con nosotros. Nos esperará en el cielo”. Su padre aún no era consciente de que Javier entendía la pérdida de su madre en términos de disipación de energía, neutrinos que vuelven al agujero negro del que salieron y cuestiones que no comprenderemos nunca la mayoría de los mortales.

Durante su estancia en los Estados Unidos, había transitado por multitud de empresas. Todas ellas se rifaban sus servicios como genio de la programación. Al final, acabó liderando el proyecto de Street View para Google. Fue la posibilidad de crear algo tangible, visible para todo el mundo, lo que le hizo decantarse por la marca del buscador. Le entusiasmaba la idea de poder pasear por los mismos sitios por los que iba con su padre de pequeño, o que su progenitor viera el barrio donde él vivía en América.

Por imperativo legal, hubo que generar un costoso software que, como el más preciso bisturí, difuminara y borrara las caras de las personas que andaban por la calle, que cogían el autobús o, simplemente, que abrían la puerta de su casa. No podía reconocerse a nadie que apareciera en las imágenes de Google Maps. El complejo algoritmo que posibilitaba el correcto funcionamiento del software, cómo no, lo creó él.

En el taxi, camino de la casa de su padre, del que había sido su hogar en Madrid durante años, prefirió hablar en inglés al taxista, simulando ser extranjero. Quería regocijarse en el trayecto del aeropuerto hasta su casa, identificando todos aquellos cambios que se habían incorporado a ese paisaje que no contemplaba desde hacía 6 años, observando, memorizando, descatalogando las emociones que tenía asociadas a la visión de ciertos lugares.

Nines, la portera de toda la vida, le impregnó un claro “perfume” a lejía tras darle un efusivo abrazo. Desprendía ese olor desde que Javier tenía memoria para ello.

– “Javi, la lejía te limpia hasta el alma. Acuérdate de lo que te digo”. Era la manera de advertirle que no le pisara el suelo recién fregado cuando coincidía con ella en la escalera.

Después de darle el pésame y de atosigarle con toda clase de preguntas, algunas más prudentes, otras más indiscretas, le abrió la puerta del 5º B, su casa de toda la vida.

Entró en penumbra, sin escuchar la voz de nadie dentro, sabiendo que no encontraría respuesta por mucho que preguntara “si había alguien ahí”, respirando ese olor tan distinto a la arizónica que crece en la costa Oeste americana, percibiendo esa mezcla de aromas que desprendían los recuerdos baratos de su padre y los sillones marrones que llevaban ahí más de dos décadas. Él sabía que las lágrimas se producen en las glándulas lacrimales, estimuladas por una reacción química controlada desde el hipocampo. Lo que no sabía era cómo reprimirlas cuando corrían por su cara, o cómo parar el llanto desconsolado que se apoderó de él en ese momento, la mente más privilegiada del barrio de Argüelles.

Un par de horas después, recogía y ordenaba trastos, en un frenético intento de tener la mente ocupada, de pasar página, de vivir el duelo lo antes posible. Ahora tocaba el turno al escritorio de su padre, a los cientos de papeles acumulados sobre astronomía, a las revistas de caza, a su viejo ordenador, ese que Javier le regaló hace unos años, cuando todavía era más barato comprar un Apple en los Estados Unidos.

Cuando movió el ratón del equipo, se activó el monitor, que permanecía apagado desde que se utilizara por última vez. Descubrió entonces Javier lo que estaba haciendo su progenitor momentos antes de morir, revelándose el penúltimo guiño que el destino le tenía preparado. En la pantalla de 19 pulgadas, se mostraba abierta la aplicación de Google Maps; en el campo de búsqueda, estaba escrita la dirección de la casa donde se encontraba, la dirección de su casa de toda la vida. Permanecía activada la función de Street View, por lo que no se mostraba una imagen cenital del bulevar. Por el contrario, se podía observar perfectamente el portal, a pie de calle, jalonado por los dos plátanos rebosantes de hojas, con un inmenso cielo azul al fondo. Se adivinaba la sombra de Nines tras el cristal, perenne siempre en la portería, eterna en los recuerdos de los vecinos del bloque. Se dejaba ver también la imagen de un hombre que abría la puerta, sujetándose el sombrero con la mano derecha, un sombrero y una mano difuminadas gracias al software diseñado por Javier.

Ese sombrero y esa mano eran de su padre. Lo supo enseguida, a pesar del perfecto funcionamiento del algoritmo que él había creado, a pesar de lo pixelado de la imagen al hacer zoom. Tras esbozar una tímida sonrisa, calculó mentalmente las posibilidades que había de que el coche de Google, ese que capturaba las imágenes, fotografiara el momento exacto en el que su padre salía de casa. Eran tan ínfimas, que volvió a sonreír, esta vez dejando escapar una leve carcajada. Su padre había sido inmortalizado para todo el mundo gracias a su trabajo. Una curiosa manera de generar una perfecta secuencia de acontecimientos vitales, de apoyar los recuerdos sobre complejas fórmulas matemáticas. Sin embargo, el hecho de que su cara apareciese difuminada, rompía el equilibrio de ese guiño, ensuciando en cierto modo esa preciosa casualidad.

Ajustó entonces el respaldo de la silla y la altura  del asiento, acomodándose en el destartalado escritorio color pino claro de Ikea, dispuesto a corregir este desequilibrio. Tardó apenas unos segundos en conectarse de manera remota con el ordenador de su oficina en California; agradeció que su padre disfrutara de una buena conexión a la red. En unos minutos más, reescribió algunas líneas de código, consiguiendo anular el algoritmo de difuminado de caras, sólo para la ubicación donde se encontraba su padre, sólo para él. Alejándose unos centímetros del monitor y arqueando la espalda, inspiró profundamente, soltando después el aire muy, muy despacio, regalándose ese momento de éxito, de tranquilidad.

El señor del sombrero se exhibía ahora con total nitidez, sin manchas que difuminaran su rostro, pareciendo incluso que miraba a la cámara del coche que tomaba las imágenes. Quedaba inmortalizado para siempre en el buscador más famoso de la tierra, haciéndole llorar de nuevo a su hijo que, mientras besaba la pantalla, se despedía de él con un “te echo de menos, Papá”.

Título original de Germán S. Miller

© Carlos Ibarreta 2014

3 comentarios sobre “En Google Maps siempre es de día

  1. Guardando las distancias con esa infinita suerte, esa sensación, en mi caso, se materializó en el tapizado de la mecedora de mi abuela, casi dos años después de levantarse de ella, el tiempo que tardé en conseguir volver a su casa, mi casa de toda la vida, mi casa todavía hoy. Aquel día entré con pánico, dificultades para respirar, lágrimas en los ojos y en la garganta, temblores, sudores fríos… Nunca he sabido asimilar las pérdidas. Lo primero que hice fue dirigirme hacia su mecedora, observando como un rayo de sol la iluminaba, haciéndome creer que seguía allí, ganchillando mientras veía la novela. El tapizado conservaba la forma de su cuerpo y al acercar mi cara al tejido, todavía pude sentir su olor: «Maderas de Oriente», otra casualidad de esas que para mí no lo son, mensajes del destino creo yo, pues desde niña, la ínfima imagen de la etiqueta del perfume me hacía soñar con que algún día yo conocería aquellas lejanas y exóticas tierras… Y hoy…

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